martes, 16 de agosto de 2016

Analisis de Barataria de Juan López Bauzá

Análisis de la novela Barataria (Tomo I) de Juan López Bauzá

Luis Felipe Díaz
Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico



Mediante su novela Barataria (2012, publicada por Libros AC en San Juan, Puerto Rico), Juan López Bauzá (1966- ) lleva un género como la novela (puertorriqueña), de por sí comprometida con una morosa y compleja ideología elitista (la nacionalista e independentista, y sus alianzas con la alta modernidad) a un arte en que acoge con ironía la cultura de masas (con el lenguaje liviano de la "baja" cultura popular). Sin abandonar los preceptos del género en su sentido más letrado a la vez incorpora los significantes más populistas en su neorrealismo y sentido de lo que se podría llamar cultura liviana o light y de un irónico simplismo nada minimalista. Y lo realiza con aguda y compleja parodia y un gran sentido crítico y del humor que poseen muy pocas novelas isleñas. El lector común puertorriqueño se percatará inmediatamente de que está frente a una narrativa de fácil lectura dado su lenguaje neo-realista y su poca afinidad con las novelas neo-barrocas y/o de juegos vanguardistas de las narrativas del pasado Boom de los años 60 y 70. 
     López Bauzá no crea a su protagonista como un personaje manejado con la actancia de la alta cultura letrada a la que estuvimos acostumbrados hasta los años setenta y ochenta, con gran preocupación por el ideal nacional, por aspectos universales o de gran eticidad kantiana o hegeliana (no es Juan del Salto). Como vemos, no encontramos formalmente en esta novela heroicidades como las de La pasión según Antígona Pérez de Luis Rafael Sánchez ni de los héroes algo populistas o semi-cultos de Edgardo Rodríguez Juliá, de Emilio Díaz Valcárcel o Ana Lidia Vega. Identificamos más bien la parodia a un personaje-texto de la cultura puertorriqueña que se define desde su deseo de anexión a los Estados Unidos (incuestionable y desproblematizadamente al Otro). Tal es la escatología en que "han terminado" las máximas creaciones de la literatura "nacional" puertorriqueña de las últimas décadas. La cultura no ofrece posibles héroes cultos en búsqueda de autenticidad sino sujetos paródicos (anti-héroes cómicos) que nos llevan a la expresión de la dispersión y la desintegración de lo ya dado en el imaginario cultural. El protagonista de Bauzá en esta novela representa lo más anómalo del sentir colonial puertorriqueño, lo más ingenuamente equívoco, y que pocos escritores han podido conjugar con un sentido tan intrigante y paródico y, en el fondo, de gran complejidad semiológica. Más allá del "fácil" neorrealismo de la novela se encuentra en el fondo una metalectura del pastiche literario mezclado con la contra-utopía del sector asimilista (no tan atendido por la literatura) de la cultura puertorriqueña.
     Por esa razón López Bauzá crea en Barataria un personaje prototípico de la puertorriqueñidad estadista (cronotopía del populismo ideológico de las últimas décadas) y lo persigue (lo crea y construye) en la aventura de buscar un signo de extrañeza o rareza estereotípica que (para nosotros los lectores de novelas) le confiere sentido a la adopción de la ideología y existencia del Otro imperial (el anexionismo más recalcitrante y todas sus contradicciones). Se trata, del personaje Chiquitín, un puertorriqueño que desprecia los símbolos de su propio ethos cultural (lo nacional puertorriqueño) mientras admira y valora de una forma muy desproporcionada (subalterna, colonizada) lo norteamericano. Este proceder lo lleva al extremo de la comicidad y la parodia, del asimilar la cultura precisamente de quien lo ha invadido y convertido en un sujeto subalterno, de rara (uncanny) inferioridad ante el Otro. En esta actancia otreica (Chiquitín) en vez de desear liberarse del Otro Imperial (como en realidad lo ha asumido el sujeto nacional tradicional) se empeña en asimilar y acogerse a la identidad de esa otredad, sin miramientos ni reflexiones de ninguna especie. Chiquitín no ve en el espejo el posible reflejo de un otro sino un admirable en sí mismo, con el mayor narciso posible y patológico. La situación de un ser que aspira a asimilar aquello que no lo ha formado como sujeto subalterno a través del tiempo personal y cultural le confiere la categoría de un cómico y paródico anti-héroe, al mezclar incongruentemente un elemento con otro sin una razón fundamentada en lo que hasta ahora (los de lógica moderna de liberación) conocemos. Pero no estamos ante una simple e ingenua sátira o rechazo inmediato de ese "otro", no se trata de un sencillo pastiche folletinesco. Chiquitín se presenta con una identidad impulsada por una subconsciente falsedad y contradicción portadora al extremo del absurdo, como muchos de los sujetos que el lector actual puede reconocer en el imaginario cultural. (En ese sentido, se semeja a don Eleuterio, un personaje curiosamente paródico, defensor de una cómica estadidad; muy valorado en Puerto Rico como actante, en la radio y la televisión). Toda la enajenación ideológica lleva constantemente a Chiquitín a negarse a sí mismo y a despreciar su contexto histórico-social que es el de su estatuto colonial estadolibrista o el del ideal que aboga por la liberación y la independencia. Los significantes se trastornan de tal manera, en esta ideología anexionista, al extremo de que la liberación (tal y como es entendida desde la lógica moderna) se convierte precisamente en asimilarse y asumir la identidad de la diferencia, la alteridad (ser libre implica ser obediente al mandato del Otro-amo que somete y humilla). Esta lógica de entenderse como un portador de identidad diferenciada y en suspenso es lo que ha orientado en general la ideología del sujeto más subalterno, colonizado y enajenado que López Bauzá representa literariamente con cautela y con la mayor ironía posible en esta novela. En este sentido, el protagonista de Barataria resulta en actante de un sector del pueblo puertorriqueño que concibe el asimilarse al Otro Imperial, en mostrarse como un ferviente creyente de lo que se ha entendido en Puerto Rico como la Estadidad o la anexión a la cultura del invasor. Su lógica no es la del nacionalista (la que implica la "natural" y esperada sublevación del esclavo y subalterno) sino la de aspirar a ser parte ideológica de la noción e identidad de quien lo somete, e intercepta el desarrollo de su identidad cultural. ¿Cómo asumir con necio sentido de imitación la identidad del otro cuando ya la historia y la cultura han proporcionado aquello que le pertenece por “naturaleza”, por lógica del proceder histórico-social y cultural? Es decir, desde la Ilustración y el Romanticismo lo "natural" ha sido buscar la independencia nacional y del Ser. La literatura del País ha sido obsesiva en la búsqueda de una definición de lo nacional (la dramática y hasta trágica otredad ideológica), mientras que Chiquitín representa la "fácil" mirada al lado contrario, la de asimilarse y ser como lo que por ley de gravedad cultural no se puede ser (la mismidad que la otredad tiende a bloquear o prohibir). De esto trata el coloniaje y la subalternidad que López Bauzá logra capturar en esta obra, teniendo como modelo el discurso narrativo de Don Quijote de la Mancha con su personaje que desafía precisamente la negación de convertirse en lo inalcanzable. Tanto uno como otro personaje desea copiar lo inimitable, alcanzar un imaginario que no corresponde al reflejo de quien se está mirando o imaginando en el espejo.
Se nos expone a un protagonista, en su parodia de arqueólogo, de ideología asimilista (pro EUA) y anti-puertorriqueñista, en búsqueda de objetos indígenas, sobre todo del áureo Guanín, el cual le proporcionaría de una gran fortuna en el mercado negro. La novela propone una paradoja: ¿cómo es posible que quien desprecia la cultura nacional se esmera tanto en encontrar un símbolo tan importante de esa cultura autóctona? Los fines no son muy éticos. Porque no se trata de adquirir un signo (el Guanín de Agüeybana) para aumentar el capital simbólico de su identidad (y del orgullo patrio), sino de poseerlo para la venta, y adquirir capital en un mercado que le es foráneo, pero que resulta parte de la lógica de intercambio para ganancia personal y tal vez para un subconsciente exterminio de su propio ser y cultura. En ese sentido, no se trata de un honesto Quijote en su deseo de mejorar un alicaído mundo que ha perdido su “edad dorada”, sino más bien la de un sujeto ingenuamente errado (Chiquitín), o deshonesto, y que se asocia de retorcida manera con la cultura que no le pertenece ni simbólica ni imaginariamente (la norteamericana). El protagonista se lanza en la búsqueda de un símbolo de lo nacional (lo que ha caracterizado a la cultura letrada y su deseo de encontrar símbolos atávicos, como el Guanín), pero para intercambiarlo en un mercado que le garantiza el capital necesario para aliviar su pobre subalternidad (tan auto-destructiva). La cultura nacionalista lo consideraría un "vende patria", pero conviene conocerlo antes de juzgar, como lo espera el "hablante implícito" del novelista.
Con su proceder nuestro protagonista pretende desafiar la identidad alcanzada por un pueblo en su deseo de mantenerse en la vertiente nacional para obtener una identidad que en su imaginario consolidaría su noción de Ser. Se trata de reemplazar las connotaciones ya establecidas y obtenidas en el tiempo, con el encuentro de nuevos significantes, de alcanzar una catacresis (una nueva, pero hueca metáfora) en imitación de la que ya posee otro pueblo (como el norteamericano, pero con el anómalo entendimiento del mismo, el que posee Chiquitín y tal vez muchos anexionistas). Pero como protagonista de esa acción sincrónica, encuentra una trampa diacrónica, en cuanto se lanza en la búsqueda de un significante que le conferiría mayor significación a la noción de pueblo ya existente, la de la nacionalidad puertorriqueña que se identifica en el ser autóctona y seguidora de una narración proveniente de la lucha en el pasado. Se trataría de alcanzar una plusvalía simbólica, que es la que rastrea el novelista como arqueólogo en la representación y caracterización de este extraño pero a la misma vez familiar personaje de la cultura puertorriqueña (el anexionista). En el contexto estadístico referencial se cree que al menos del 35 al 40 por ciento de los votantes puertorriqueños son básicamente asimilistas o estadistas, o no reconocen la necesidad de optar por la independencia nacional. En ese sentido, el autor nos presenta en Chiquitín a un actante, un personaje que no ha sido reconocido e incluido por el letrado nacional (los novelistas) de los últimos años cuando es un sujeto con amplia participación en la cultura. En general, los personajes que les interesa a los letrados no suelen ser estadistas. López Bauzá, en ese sentido, se lanza a una nueva y anómala aventura cultural y de representación literaria. Y lo realiza yendo más allá de la simple sátira o burla, mediante una ironía paródica o cómica paradoja ante su protagonista.
Como autor, opta así por interpelar a un nuevo lector puertorriqueño, más curioso con la otredad isleña, que anhela la estadidad en cuanto simulacro. La literatura tradicional hasta los años más o menos ochenta interpela a un público (un lector) de ideología nacionalista e independentista, y asociado con personajes dramáticamente vinculados con la na(rra)cionalidad de lo puertorriqueño. Desde El Gíbaro (1849) de Manuel Alonso hasta los protagonistas de Emilio Díaz Valcárcel, Magali García Ramis o Rodríguez Juliá, el héroe puertorriqueño se define mediante la búsqueda del ideal de la independencia o de algún arraigo desesperado o trágicamente aniquilador ante el ser nacional y propio. La literatura actual (postmoderna), se ha desprendido de ese mandato patriarcal y su lógica logocéntrica fundamentada en que en algún sitio se encuentra la verdadera identidad (la de búsqueda de un ser nacional puertorriqueño). Qué mayor señal de que nos encontramos inmersos en tiempos de plena postmodernidad donde se trastocan todos los procederes del mundo moderno de la na(rra)cionalidad puertorriqueña. De esa manera el deseo de relatar se amplía porque capta una nueva dimensión de la realidad representable, el signo paródico, el símbolo vacío, la metáfora de la paradójica negación del ser identitario. Se trata de un ser que en la mirada en el espejo de su identidad se ve y cree encontrarse en la forma y el escenario de un Otro, diferente (un tipo de enajenación en goce, de una feliz psicosis personal y cultural).
Se propone así el autor (López Bauzá) llevar a varios sujetos de la cultura actual (los estadistas) a mirarse en el espejo de su propia “demencia” y también a mostrar al lector tradicional, el que ha dominado en nuestra cultura letrada y cultural, a reconocer la performatividad (la manera de ser) de ese otro tan extraño (contemplándolo con toda la más calmada, pero carnavalesca y demente, ironía). Se nos ofrece una novedad novelesca que no deja de ser accesible, en un claro nivel de recepción, a cualquier tipo de lector contemporáneo, incluso el más postmoderno o el más nacionalista, como también al lector del gusto por la lectura light y transparente (sin aparente demanda de profundidad letrada). La novela puede ser de simple entretenimiento o también de reflexión profunda sobre la cultura (y esto último a un nivel de amplia complejidad). En ese sentido, la obra puede ser muy livianamente cómica o paródicamente trágica. De esa singular manera, la obra resulta algo similar al Quijote, en contenido y en forma, en la representación de paradójicos y burlescos  acontecimientos. Estos dobles códigos en la semiótica de los textos son propios de las culturas las altas transiciones (como en el Barroco del siglo XVII y la postmodernidad de nuestros tiempos postcapitalistas y globalizados nunca antes vistos).
La novela nos presenta a un antihéroe (llamado Chiquitín) en quien se aglutinan todos los criterios estereotipados de un sujeto muy convencional y familiar, pero a la misma vez extremadamente cómico y enajenado (pues lo anima “una idea fija” llena de anomalías y contradicciones). El autor se propone captar la mirada rápida, ex-céntrica, pero “realista”, sin dejar de ser absurda, del lector-vidente del mundo contemporáneo, secuestrado por las imágenes instantáneas, repetibles, en serie (y desechables) de las pantallas cibernéticas que han asediadiado a la consciencia del sujeto contemporáneo. López Bauzá abandona tanto las construcciones de novelas trans-vanguardistas como las de Luis Rafael Sánchez y Edgardo Rodríguez Juliá y las narrativas más miméticas y accesibles como las de Rosario Ferré, Ana Lidia Vega, Magali García Ramis. En ese sentido, nuestro escritor se mueve dentro de lo que hemos llamado la mentalidad postmoderna que requiere de un discurso de una ironía muy particular, muy accesible al público lector en general, el lector de las novelas light. Este es el lector insano que no puede percibir que a través de esa liviandad el autor aprovecha para infiltrar una segunda lectura muy dada a un lector distinto (culto), el que sabe que ya no se obtiene en este mundo de fragilidad y liviandad vertiginosas. Pero la morosidad y prolongación del argumento requiere de un lector muy acostumbrado a la lectura y muy atento y paciente si quiere "ver" viendo. También, el autor entiende que el lector contemporáneo sabe que este tipo de novela light esconde una semiótica muy compleja y que es precisamente dirigida a un lector como él/ella. Es aquí donde la novela se compromete con el género tradicional de la cultura que requiere de un lector culto, pero que no le tema a las lecturas superficiales de lo contemporáneo y fugaz. Muchas personas podrían comenzar a leer los primeros capítulos de la novela y abandonarla, diciendo que la han leído en su totalidad. Esto es porque pese al largo argumento todo resulta en una repetición de lo mismo, y de una carcajada que por repetible, desanima y provoca la extrañeza.
El autor no solo nos presenta a Chiquitín en continua acción y movimiento sino en sus altercados y discusiones provenientes de otros personajes de la ficción que lo desafían o se burlan de él. En mente habría que tener (y de ahí el nivel ocultamente complejo del discurso narrativo) también las opiniones y locuciones propias del narrador de la novela (quien suele mantener una ironía mimética relativamente distante y sumamente diestra). Este proceder permite que la novela en el fondo no relegue la importancia de la lucha de lenguajes frente a las acciones como las de la novela na(rra)cional (nacional) común, o de las narrativas de las pantallas contemporáneas. Chiquitín, ante todo, suele representar primeramente no qué le ocurrirá, sino su discurso, el efecto que le produce el lenguaje de los otros según su autoritario y fijo pensar anclados en la persecución de la estadidad para Puerto Rico, en la unión permanente a los Estados Unidos de América, como es corroborado por las estadísticas, que como señalamos, son de casi la mitad de la población isleña.
En su aventura con el dueño de un establecimiento (para dar un inmediato y necesario ejemplo), quien al preguntarle: ¿Y usted de qué país es?, Chiquitín-(Quijote) le contesta: de “los Estados Unidos de América, ¿cuál otro?”. “¿Y de cual parte de Estados Unidos, si se puede saber?”. A lo cual Chiquitín contesta “De aquí de Puerto Rico… O me va a decir que Puerto Rico no es Estados Unidos?... (14-15). Curioso contraste en intertextualidad discursiva encontraríamos si apelamos al personaje de “La guagua aérea” (1985) de Luis Rafael Sánchez, quien contesta la misma pregunta (pero con sentido contrario): “soy una puertorriqueña de Nueva York”. La identidad puede tener amplias fronteras y lógicas híbridas, y quizás eso es lo que respeta el autor para escribir esta novela y crear al personaje que resulta muy arquetípico de la manera de ser de muchos puertorriqueños de consciencia asimilista.
El autor maneja una alegoría política en el discurso de su novela en que el sujeto ha malinterpretado la memoria del indigenismo cultural y pretende desenterrar sus tesoros para el lucro propio en un presente cuando el valor de lo arcano y atávico ha cambiado o al menos posee otro sentido. En ese presente el sujeto de la cultura (Chiquitín) cree en la unión con otro pueblo, otra nación, de la cual parece no conocer en nada su reconocimiento como otro pueblo. Es una mirada al otro que recae en el deseo fantasmal (de espejismo) del uno mismo. El deseo es así animado por un imaginario conducente a la desintegración del objeto que le daría sentido válido y valioso al encuentro.
Ya de por sí interesante resulta el epílogo de la novela, que cita a James Joyce: “Welcome, O Life! I go to encounter for the millionth time the reality of experience and forge in the smithy of my soul the uncreated conscience of my race”; A Portarit of an Artist as a Young Man). Se advierte una aventura en la indagación del forjarse el alma (lo individual) en la colectividad (la civilización), la raza en el tiempo que en su continua búsqueda se forja en cuanto Ser. Queda establecido de esa manera un anclaje vanguardista, consciente de que el contenido de la humanidad se descubre a través de la forma que proporcionan los significantes conducentes a la creatividad y el arte (como el Guarín de  oro y la obra literaria misma). Solo que en esta ocasión el autor ha prescindido del sentir vanguardista de las formas lingüísticas complejas y focaliza las de más superficial entendimiento. Se busca lo valioso no para atesorar sino para desintegrar. La ironía y la parodia profundas son, en ese sentido, un desafío (un surplus) al lector contemporáneo, en cuanto se demanda desentrañar ese proceso (el forjarse) que llamamos puertorriqueñidad. ¿Es Chiquitín todo lo contrario a la identidad puertorriqueña o la identidad es un deseo ideal (como en don Quijote), fuera de lo que hemos denominado realidad? En ese sentido, la cultura es deseo, es invención, es una arqueología de creencias y mitos que se borran mediante la repetición y el olvido. Nada más postmoderno de esto que acabo de señalar y que creo se encuentra en la estructura profunda de esta obra de López Bauzá. Se trata de llevar la representación y su hermenéutica al extremo, el surplus de la mímesis tanto real como literaria. Se busca lo más valioso del Ser para terminar deshaciéndolo. En ese sentido, la novela sigue las ideas narratológicas que han surgido luego de las epistemologías de M. Foucault, J. Derrida, J. Lacan, Edward Saild. H. Bhabha, G. Spivak, R. Barthes.
Como se ha señalado antes, inicialmente para lograr mucha de esta arqueología de la profundidad del ser humano que nos puede decir bastante de la cultura en que se forja, el autor ha recurrido a una especie de Quijote puertorriqueño con el nombre de Chiquitín. Encontramos en la novela, desde el principio, a un sujeto que vive el tipo de existencia prototípica de un puertorriqueño que depende de la asistencia económica proporcionada por el gobierno norteamericano, luego de haber estado en la guerra de Vietnam, y que intenta darle un proyecto (razón de ser) a su vida, siguiendo el estudio de la arqueología. Se propone dar con el “paradero del quimérico Guanín Sagrado, emblema de protestad máxima del cacique principal de Boriken, visto por última vez sobre la caja del pecho de Agüeybana II, el bravo, hace poco más de quinientos años”  (13). Su busca un encuentro del presente con su pasado, pero no para un avance significativo, en cuanto simbólicamente valioso, sino paródico, de valor mercadeable. 
Los capítulos, como muchas de las narrativas clásicas de la literatura española (Don Quijote de la Mancha) nos ofrecen de entrada una especie de glosa paratextual que nos proporciona un resumen de lo que ocurrirá en ese capítulo. Nos dice ese hablante que se trata del empeño y los preparativos para la primera salida del arqueólogo aficionado Chiquitín Campala Suárez. Las correlaciones con la famosa obra de Cervantes son ya más que obvias, en cuanto a su aislamiento familiar, con una sobrina y con un maestro de arqueología (don Vals). A este personaje el autor habrá de entregarle mucho de la autoridad narrativa y un relato que nos deja saber sobre los acontecimientos y la “locura” de Chiquitín. La relación diegética (los varios niveles narrativos) que en la obra se establece para buscar el misterio de los “restos de una civilización extinta” (10), con la profundidad de la psiquis aquejada de una patología del protagonista, resulta más que obvia: “…Don Vals encontró siempre maneras de lidiar con aquellos exabruptos de su ayudante que arrancaban casi siempre con una serie de gritos estentóreos como de persona poseída, seguida por un monólogo ininteligible que concluía en una coda de llanto desconsolado” (11). La excavación en búsqueda de ese objeto del deseo, tan preciado (el disco de Agüeybana), coincide con una necesidad subconsciente de excavar en su memoria y extraer “los esqueletos que vamos desenterrando como que me sacan a fondo los cadáveres” ( 12). Tal vez detrás de todo podríamos inferir el deseo del autor de excavar en los intersticios de su discurso mismo los elementos fantasmales (imaginarios) que han llevado a su enloquecido personaje (como lo podría ser la colonial auto-entrega del pueblo asimilista puertorriqueño) a buscar aquello que no podrá encontrar. En ese proceso se forja el estímulo deseante de la cultura en general (ver a René Girard), de don Quijote en particular (como lo vio Cervantes), y de Chiquitín en lo más paródicamente singular (como lo representa López Bauzá).
Se trata pues de varios textos que manejará el “autor implícito” en la novela, y quien mantiene distancia irónica del personaje (que resulta tan cómico y paródico), sobre todo cuando nos dice que “Chiquitín tenía un tornillo flojo, y que aquellos estudios suyos y libros de arqueología y lingüística taína [en vez de los de caballería, como en Quijote] y su colección de piedras y artefactos irreconocibles, le estaban carcomiendo el juicio” (14). La ironía del autor implícito resulta así notable ante la insensatez de Chiquitín: “Lo suyo era una veneración irascible por cualquier cosa que concerniera con la nación norteamericana. Observaba superioridad en todas sus acciones, justicia implacable del Dios del mundo, poder militar que era bálsamo de paz y tranquilidad para quienes protegía. Las cincuenta estrellas del recuerdo y las trece líneas horizontales eran para él el colmo de la perfección estética y ocupaban un segmento importante de sus pensamientos” (15). Se representa de ese modo la ideología que nos lleva al típico carácter de quien detesta todo vestigio de independencia nacional, de comunismo y de, por el contrario, sale sentirse sumamente identificado con un Puerto Rico se como Estado Federado Norteamericano (16), enemigo de los países que buscan la independencia o el socialismo. En este sentido, el personaje literario guarda relación intertextual con el personaje mediático de la radio y televisión puertorriqueña de los últimos tiempos, conocido como don Eleuterio, y realizado performativamente en la persona del actor comediante, Sonshine Logroño (para principios de este siglo y finales del anterior).
Para obtener el Guanín, el protagonista se va alejando cada vez más del hogar una vez su padre muere, viaja por los municipios del sur de la Isla, en su bicicleta y en una carretilla (signos de su Rocinante): “su primera opinión fue llamarle Itiba Tajubaba, nombre secreto de la madre mítica de Guabanex” (21); pero finalmente tuvo que llamarla Anacaona. El autor también se aleja de la simple intersexualidad paródica con el Quijote; cobrando novela su propia notoriedad e identidad discursiva postmoderna. Esto es si entendemos que la obra de Cervantes resulta en la obra que abre y cierra la modernidad que nos ha guiado en los últimos siglos. En la modernidad quien suele guiar e inspirar al personaje literario es el arquetipo de lo femenino.
Uno de los logros fundamentales de la obra en su agenciamiento narrativo es el de perseguir con distanciamiento (con ironía o sin ella) al personaje (sin juzgarlo directamente mediante la sátira o ironía verbales). Es decir: el narrador no opina sobre su personaje, dejándole actuar, siendo este aspecto uno de los mayores logros discursivos de la obra. Sobre todo, cuando Chiquitín revierte los significantes de la cultura nacional puertorriqueña al “llamarse a sí mismo Diego Salcedo, en honor a aquel primer mártir del colonialismo, asesinado, según él, por aquellos puertorriqueños rebeldes y problemáticos que fueron los taínos originales, los cuales, con los años, no han variado un ápice de su natural salvajismo” (22). No obstante, el narrador nos deja saber que Chiquitín, “con el descubrimiento de su joya, no quisiera verse involucrado con la celebración nacionalista que ello podría provocar” “¡Antes que me coman las fieras, me decapite el terror islámico!”; nos dice el narrador para asociar más el discurso con la obra cervantina y sus ironías anti-islámicas. Frente al proceder de la ansiosa búsqueda del personaje, el narrador nos permite saber: “De todos modos, los propósitos de aquella búsqueda eran pecuniarios, no realmente arqueológicos y mucho menos culturales” (22). Por eso, y para no dar gusto a los independentistas nacionales el que prefiera vender la prenda en el “mercado negro”, lo cual lo aleja, con un nuevo tipo de parodia perversa, del idealista caballero quijotesco: “A mí las leyes de patrimonio cultural lo que me dan es piquiña en los sobacos y urticaria en las nalgas”. Las nociones de lo arqueológico, la búsqueda de lo enterrado, las pesadillas y su perversa consciencia anti-nacionalista lo hacen un personaje sumamente escatológico más allá de su comicidad, En los capítulos II, III y IV el autor saldrá en gran medida del foco de atención que le proporciona el personaje y, asumiendo la narración omnisciente, nos lleva al escenario de un colmado en que Chiquitín va de compras y sostiene un altercado ideológico con su desocupado dueño. Más adelante se nos refiere al protagonista y sus dificultades para alquilar una habitación en un motel y se nos presenta la reunión clandestina de un grupo de estadistas en ese lugar. El malentendido se torna en uno de los motivos principales de mucho de lo que seguirá en la obra. Chiquitín confunde lo que ve, y el narrador aprovecha para exponer al lector a la novela negra, de narcos y de crímenes, tan del gusto de los lectores contemporáneos. En este aspecto, el narrador se vale de la ironía que emerge de las incongruencias y comicidades de acontecimientos en el argumento de la obra. Se trata de lo que se conoce como la "ironía situacional" en que el narrador aprovecha el escenario ficticio del argumento inmerso en la trama de la novela.
En el capítulo II, en resumen, el editor nos dice: “Que trata del primer arranque de la salida de Chiquitín en busca del Guanín y de su encuentro en la Central Mercedita con un foribundo comunista”. Como en la obra de Cervantes, encontramos la primera salida de Chiquitín-Quijote, quien se remonta a sus peripecias en Vietnam. Tras oír los motores de un avión PrinAir escuchó los industriales del AC-147, cuyas sombras tantas veces lo arropaban “por las tardes que salí con su escuadrón a sembrar entre el arroz las semillas de la muerte”. Las afiliaciones ideológicas del narrador-autor de la obra resultan irónicas hacia la ideología estadista del personaje, y busca las simpatías de un lector con consciencia abierta hacia el mundo de corrupción que rodea al ingenuo protagonista. En su marcha se encuentra con las ruinas de la Central Mercedita. En la misma se topa con el dueño de una cafetería de la abandonada central. En realidad la narración nos presenta un ambiente del recuerdo fantasmal del pasado de los jíbaros puertorriqueños que desde los años treinta vieron caer el proyecto cañero en Puerto Rico, y de un comerciante que ha quedado desamparado, como encerrado “en una especie de cápsula del tiempo” (tal vez como Chiquitín mismo) (33). Chiquitín acude en busca del “sabor civilizador de la Coca Cola” (33) y por las ruinosas condiciones de la hacienda interpreta que se trata de que “los puertorriqueños son una partida de eñangotados y buenos para nada” (34). “Mire para allá como han convertido una buena industria en un corral de lechones” (34), nos dice. La trifulca con el dueño del establecimiento no se hace esperar cuando Chiquitín insiste que es de un País llamado Puerto Rico, parte de los Estados Unidos. A lo cual contesta con sentido homofóbico y xenofóbico el comerciante: “si alguien tiene la culpa del fracaso de esta central, de la industria azucarera y la agricultura en general, son los cabrones americanos que nos someten al vaivén de sus mercados, y los maricones políticos puertorriqueños, que tan acostumbrados están a comer yerba que no quisiera recordar lo que es andar derecho”. En verdad, todo el discurso del comerciante nos refiere a las últimas interpretaciones de los historiadores liberales y radicales respecto del descalabro del proyecto agrícola en Puerto Rico para las últimas décadas de la primera mitad del siglo XX. Por su parte, con sus interpretaciones Chiquitín nos ofrece las del típico anexionista fanático y enajenado que encontramos en la Isla a partir de la década del 60 del mencionado siglo, cuya interpretación de la historia puertorriqueña no sigue en nada a historiadores autorizados o inferencias verosímiles de lo ocurrido.
Como ocurre ya patentemente a partir del capítulo VIII del Quijote, en Barataria encontramos dos niveles discursivos: el del personaje Chiquitín y su acostumbrada manera de interpretar los acontecimientos, y el del narrador omnisciente que nos muestra el mundo de corrupción que acompaña al obstinado protagonista sin que éste se percate del mismo y de su equívoca manera de interpretar la realidad. El perspectivismo que asume la obra de López Bauzá es simple pero complejamente transgresor, para el lector que logra cada vez más advertir la parodia a la cual es sometido el personaje, y la tridimensionalidad del discurso. El autor elabora su relato mediante un narrador irónico y omnisciente que espera las simpatías del “lector implícito” que tiene en mente, y por encima del complejo mundo que rodea al ingenuo y desprevenido Chiquitín. A nivel formal el autor aprovecha aquí para manejar varias formas narrativas que van desde la famosa novela paródica (al extremo de acudir al pastiche), algo que ya nos ha ofrecido desde el primer capítulo, hasta el manejo de la novela negra y la detectivesca, por ejemplo. La mezcla y reciclaje paródico (intertertextual y transtextual) de estas formas narrativas son muy propias de los escritores postmodernos y resultan en la heterogeneidad (heteroglosia) tan propia del discurso contemporáneo de la contingencia y la heterogeneidad. Estamos frente a un autor y su narrador manejando literariamente la subalternidad de un actuante en su mayor expresión paródica y de juego espejístico entre la representación enmascarada del texto que nos sugiere la realidad histórica.
En el capítulo III se nos presenta la llegada a un motel, del cansado excavador, quien no entiende las implicaciones de prácticas sexuales y interpersonales que allí se realizan. Sólo parece encontrar como interlocutor a su bicicleta Anacaona, antes de llegar al motel y luego ver que todas las habitaciones estaban ocupadas. Era un día de varias celebraciones que propician la típica práctica sexual rápida que ocurre en esos lugares. Aunque no se trata de un espacio en el cual se puede pasar una tranquila y solitaria noche de plácido sueño. Chiquitín es acomodado de manera algo patética en una retirada habitación. El ruido no le permite conciliar el sueño y se percata de cómo se celebra allí una importante reunión de personajes de la alta política, que más bien se conducen como una mafia de Estado. Los dos escenarios son claros: el de la desprevenida consciencia de Chiquitín y la complejidad de un entorno que no logra realmente reconocer e interpretar apropiadamente. Están presentes los líderes del partido ideológico con el cual Chiquitín guarda simpatías, además de los estadistas-anexionistas federados. El narrador omnisciente asume control del discurso en complicidad con su lector, y nos dejan ver a un Chiquitín que no es consciente de la inmoralidad en su líderes políticos. Reconocemos una mafia dispuesta a llevar a cabo “la venta del Hospital de Arecibo (…) para llenar las arcas del partido y adelantar el ideal de la Estadidad” (73). Pero ante las fechorías, “la cercanía de sus líderes le llenaba a Chiquitín de taquicardia el pecho” (76). Al contarle de sus planes arqueológicos a los líderes, que se sorprenden de su presencia y despistado discurso, no hacen sino (como le ocurre a Don Quijote) seguirle la corriente al “bobalicón” en su demencia: “Chiquitín Capala Suárez me llaman, veterano, arqueólogo e incondicional de la nación americana” (83), en búsqueda del arcano tesoro, como les deja saber a sus interlocutores. No se percata (ya en el capítulo IV), como puede entender el lector, de su absurda interacción en la comunicación ante la presencia de una turba de ladrones que parecen ya haber conseguido su “tesoro” mediante la corrupta política de Estado que sostienen. Chiquitín por su parte, nos dice el narrador con su ya reconocido distanciamiento irónico: “Se dio varios golpes en el pecho en señal del orgullo que sentía por aquellos patriotas que, como las hormigas o los tiburones, nunca cesaba de laborar a favor el Ideal”. Es de notar que el vocablo “tiburones” proviene, como en pocas ocasiones, del discurso despectivo del narrador (65). Pero a Chiquitín lo que le interesa es conocer al licenciado que parece líder del grupo y a quien quisiera sacarle ventaja más adelante. Este licenciado, por su parte: “Optó por lo que le pareció la actitud más apropiada en aquella circunstancia, que fue seguirle la corriente al principio y luego insistir en su disponibilidad para ayudarle” (82). Las dobles lecturas y las perspectivas en la lectura que exige la novela son fundamentales para entender su escalonada complejidad. En el fondo, aunque lo parezca, no es una novela para un lector  ingenuamente light sino para quien entiende la complejidad que puede tener un discurso narrativo de escalonada "ironía situacional". El personaje no se percata que su idea fija en su ideal no le permite ver que lo que los demás realizan no corresponde necesariamente a sus intereses. Es posible que el lector tampoco caiga en cuenta que quienes exponen la representación (el narrador, el autor implícito y el real) guardan distanciamiento irónico de lo que se presenta en el argumento. Podría resultar que el autor logre burlarse del lector de la misma manera que se mofa de Chiquitín.
A las horas, y luego de ser expulsado del motel por haber agotado su tiempo (el que correspondería en verdad a un rápido encuentro sexual) se lanza una vez más al campo para encontrarse con un grupo de “separatistas que se aprestaban a realizar una marcha contra la militarización de Puerto Rico, al tiempo que un grupo de anexionistas congregados bajo la bandera del fanatismo y enemigos de todo lo que oliera a cultura, arte y nacionalismo puertorriqueños, se aprestaba también a lanzar una contra-manifestación” (87). Paradójicamente Chiquitín pasa a ser considerado un impostor luego de la confusa trifulca que se suscita. Se encuentra en el grupo de los separatistas a Menuel Auches, un arqueólogo archienemigo suyo que lo acusa de estar “saqueando y adulterando yacimientos indígenas” (90-94). El narrador se encarga de ofrecerle al lector las credenciales de este nuevo personaje, sin someterlo necesariamente a la parodia o burla, pero sí a sugerir que se trata de un fanático del bando contrario.
Tras experimentar una risible caída de su equipada bicicleta, el narrador se apodera del relato para representar la trifulca de los dos bandos, en la cual termina interviniendo la milicia: “aquello desembocó en tal carnaval de puños, patadas y bofetadas entre ellos mismos que obligó a que los militares, desde el lado opuesto de la cerca, se bajaran las máscaras y lanzaran sus granadas de gases sobre el grupo, alebrestado, sin distinguir ni importarles si aquellos les favorecían o eran sus contrarios. El caos se hizo pandemonio” (100-101). En lo sucesivo el narrador (y su oculto autor implícito) hacen gala del manejo de la heteroglosia del discurso (juegos múltiples del lenguaje) presentando a anexionistas y separatistas en acciones que los compromete con el alcance de una sola identidad. No obstante, el narrador llega al colmo de la parodia (pantomima) al mostrarnos un anexionista que resulta incluso más paródico que Chiquitín: “tenemos que instruirnos en nuestra rengrua madre, en ra rengrua ingresa, aunque no ra sepamos. Y segundo. Infirtrándonos, corando un agente entre ras firas nuestras. Pero eso no justifica.  Ra naturareza de miritar es ra de no errar, y tuvieron que ver nuestras banderas, que son también ras de ellos. Aunque duera, debo concruir que ra curpa es nuestra” (103). Los constantes juegos del lenguaje e identidades más excéntricas son del atractivo de nuestro paródico autor. En el fondo se esmera en presentarnos un personaje que ha llegado al extremo de distorsionar la lengua, hasta llegar a la desintegración. Lo mismo ocurre con la capacidad para desarticular la ideología, la cultura, la realidad, y la capacidad de representarla. No encontramos con niveles espejísticos de imposturas, de manera parecida, una vez más, a la representación quijotesca de Cervantes. A la larga, todo tendría que desembocar en la paralización y la nada del sentido del argumento. Entendemos que el autor encuentra la tachadura de la subalternidad existencial y la desintegración de la posibilidad de Ser de un sujeto del lenguaje que cae en la escatológica desaparición y no en un la creatividad que puede ofrecer el mito y el imaginario.
Al identificarse Chiquitín frente a estos anexionistas como un arqueólogo, es automáticamente considerado como un nacionalista y paradójicamente se ve amenazado por los de su propio bando (esa labor generalmente es acogida por independentistas y nacionalistas del Instituto de Cultura Puertorriqueña). Por lo regular los arqueólogos se ocupan de descubrir los distintos niveles ocultos en la cultura para revelar y dar valor a lo autóctono; algo muy contrario a lo deseado por Chiquitín). Para justificarse, Chiquitín emplea un lenguaje en su defensa, que al lector no le puede resultar más que paródico: “Les repito que soy fiel servidor del Ideal, que no trabajo para nadie que soy más americano que la misma Betty Crockett” (106). Estas defensas del lenguaje a las que debe acudir el protagonista para justificar su identidad frente a los suyos lo hacen un personaje tan otreico como Don Quijote de la Mancha cuando tiene que enfrentarse al mundo, sin entender que, el mismo, como mundo, a la larga se presenta desde diversas representaciones (y no necesariamente la suya). En la obra de Cervantes, entramos una realidad en que Quijote no sabe que representa algún tipo de ideal que puede ser una ficción (mentira) de él mismo (algo similar le ocurre al personaje Sansón Carrasco, quien se traviste como caballero andante para vencer a don Quijote, pero termina siendo desplomado). Se expone de esta manera una relación espejística en la cual quien se mira no ve su mismidad sino su lado contrario, sorpresivamente su otredad, su inadvertida rivalidad, que es en realidad mucho de lo que Cervantes realiza en el Quijote, y que tiene mucho que ver con lo que el autor de Barataria quiere lograr con el lector puertorriqueño, sea soberanista o anexionista. No obstante, en el Quijote hay una búsqueda ética de un ideal mientras en Barataria la búsqueda posee fundamentos inadvertidamente degradados (más bien absurdamente inexistentes). A Quijote lo anima una poética del ideal; Chiquitín pretende descubrir los cimientos del simbolismo cultural con unas pretensiones más aniquiladoras que constructivas. Se esmera entonces nuestro autor en mostrar la base del equívoco de un sujeto (Chiquitín) que representa una cultura cuyas bases anexionistas se valen de una búsqueda fundamentada en el equívoco, la necedad y el disparate.
Bien se puede decir que de esa manera pueden ser caracterizados los próximos sujetos que Chiquitín encuentra, pescadores que dicen ser buscadores de “perlas negras”. Antes de esto el narrador, empleando muchas veces el estilo indirecto y su diestro estilo indirecto libre, lo que le permite resumir mucho de la mímesis (la acción en el argumento), nos lleva a acompañar al protagonista que se prepara para su próximo encuentro de quienes son ya sus enemigos y demostrarle que por el contrario, él es uno de ellos. El autor detrás de todos los recursos retóricos que he mencionado, penetra aún más en la lógica de la consciencia de un anexionista obsesivo-compulsivo que crea sus propias trampas. En sus preparativos para su próxima hazaña encontramos a Chiquitín en sus tretas cotidianas (como el alimentarse con el convencional “fast food” norteamericano (doritos de Mountain Dew). Hay alusiones a personajes de la épica convencional de nuestra cultura (como Sísifo y Moisés) mientras se dirige a un lugar llamado Tiburones (que ya ha tomado connotaciones negativas anteriormente). Se encuentra el personaje pernoctando y el narrador casi aprovecha para meterse en el inconsciente de su personaje (como hace el narrador del Quijote en la primera salida de su anti-héroe). Se esmera en obtener las mayores metáforas de este viaje por la noche-inconsciente del Chiquitín actante, que no deja de invitarnos a crear interpretaciones interesantes. Se nos dice: “El silencio se hizo lento, pegajoso. Cuando apagaba la linterna, Chiquitín sentía que el silencio se aliaba con la negrura para hacerse una sola pelota apelmazada; en cambio al encenderla y activarse el sentido visual, la mudez de la noche se convertía en un zumbido omnipresente. Por alguna razón extraña, pensó Chiquitín, no se escuchaba cantar ni un coquí. Mejor así, se dijo, que mientras menos de esas ranitas haya, mejor para nosotros los anexionistas, mejores las condiciones para convertirnos en la estrella cincuenta y una de esa gloriosa bandera” (117). Los juegos de claridad-oscuridad, consciente-inconsciente, sonido-silencio ofrecen lugares comunes del escritor occidental en la exploración de la relación objeto/sujeto de sus personajes, pero vemos que no se logra traspasar la “pelota apelmazada” del interior del personaje que no deja de ser una versión light de la identidad del sujeto contemporáneo sin profundidad o interés alguno. En ese sentido, López Bauzá crea uno de los personajes más horizontales y llanos de la literatura, pero paradójicamente en ello estriba su profundidad narrativa. Se trata del mundo paródico en que más adelante —dentro del episodio en que estamos—, Chiquitín le recuerda a los pescadores de que se encuentran en tierra yucayeke de los taínos que vivían en las costas y eran buenos navegantes con sus piraguas (canoas). Uno de los pescadores ve a los indios comiendo piraguas en aguas internacionales (haciendo referencia al típico alimento puertorriqueño hecho de hielo y alguna sustancia dulce). Los pescadores ríen a carcajadas sobre las interpretaciones arqueológicas de Chiquitín y piensan que dialogar en él es “echarle perlas negras a los cerdos”. Nótese la intertextualidad del autor con los lugares comunes (los dobles niveles) de la literatura del Siglo de Oro, y tal vez con la ingenuidad del lector de la novela misma (otro doble nivel o cuadro dentro del cuadro). La ironía y la parodia son en ese sentido metatextuales y el autor logra filtrarla desde la estructura superficial del discurso que está ofreciendo a un lector presumiblemente “superficial”, como lo puede ser el de la cultura en general. Es decir: puede ser que el autor tenga en mente a un lector anexionista como Chiquitín mismo o a un lector nacional e independentista que no se ha detenido a ver con paciencia y calma la complejidad de un sujeto anexionista.
Mientras se marchan los pescadores, Chiquitín piensa que el fuego que se advierte en la lejanía procede de un ritual de “la mítica tribu de taínos” y que debe adelantarse a los “tiburones” que piensan apoderarse del Guanín de oro (124).Ya en este capítulo VII el narrador le advierte al lector cómo Chiquitín ha perdido la capacidad ancestral de los indígenas (como el guiarse por las posiciones de la luna) y confunde a los maleantes con un grupo en “un rito funerario” 127). No distingue dónde se encontraba el Guanín, pero se dice a sí mismo: “Si esto no es un areyto mortuorio, que baje el mismo Yocahú y me lo diga aquí en persona”. Sobre todo, se siente poseer información que lo sitúa por sobre su rival arqueólogo, Auches (128). El narrador, por su parte, nos deja saber que se trata en verdad de que “los cuatro hombres que Chiquitín vio eran en realidad los agentes de la policía fuera de servicio[:] Freddie Samuel, Rafa, Papote y Chucho. Lo que pensaba que era la exhumación de una princesa taína, era en realidad el entierro del cuerpo de la desaparecida Yahaira Asunción” (128). Ya en el capítulo se hace referencia a este acontecimiento como uno de los relatos insertos dentro de la novela (y que se relaciona con el Puerto Rico de las autoridades policiacas, la corrupción, narcotráfico, asesinatos, los críticos problemas de matrimonios y familiares). Una vez más, nos topamos, como en la novela Don Quijote, de relatos dentro de relatos (pero como relatos de telenovelas), inicialmente alejados de la figura del protagonista pero que finalmente desembocan en la alucinante vida del mismo. Es uno de los grandes recursos manejados por el autor de esta novela pues  mediante ello se logra representar al Puerto Rico contemporáneo con sus escenas familiares cotidianas, de amores y celos (la violencia hacia la mujer), involucrada a la vez en acontecimientos de corrupción, robos, saqueos y asesinatos de los agentes de Estado que ya son costumbre en la sociedad puertorriqueña. La trama del narrador se torna sumamente realista (hasta el extremo de lo conocido como naturalismo):  “¡No me rompas lo cojones, cabrona!, le dijo poco antes de salirse de su intestino grueso y penetrarle entonces la boca, donde depositó su semilla en el fondo de la garganta convulsa de su esposa, la cual se mezcló con un torrente de vómitos que al mismo tiempo salió de ella. ¡So puerca!, gritó él mientras se limpiaba. La próxima vez te la tomas sin vomitarla, pendeja, que por ahí no voy a hacerte otra chillona. Yahaira quedó destrozada, hemorrágica, inflamada de los pómulos, prieta de orejas y del labio inferior supurante de en líquido mezcla de saliva, semen, vómito y sangre” (145-146). Los acontecimientos del asesinato de Yahaira, la manera en que la violan, exponen las escenas más violentas que se pueden encontrar en las páginas de la novelística puertorriqueña contemporánea. Son también parte del escenario mediático de la sociedad contemporánea. Finalmente los asesinos y el marido de Yahaira cavan una fosa para ocultar su cuerpo. Pero, cómo se nos dice en el siguiente capítulo, lo que son en verdad dos acontecimientos separados, Chiquitín los ve como uno; cree que no solo ha descubierto una tribu oculta en Maricao sino a indios “en los márgenes de la sociedad contemporánea” (155). En el fondo se presentan recursos que acusan la mentalidad colonial puertorriqueña tan acostumbrada a la asociación de elementos que se contradicen, sin reflexionar al respecto. Tal es una de las características de la mentalidad subalterna y colonial: no se cuestiona lo que requiere ser re-pensado.
En estas páginas en que se nos proporciona una novela dentro de otra novela, el autor aprovecha para exponer de una manera convincentemente realista para la narrativa contemporánea lo que son los episodios de odios y recelos de una pareja en la que el marido termina fulminando a su pareja. Luego utiliza todos los mecanismos del poder político que tiene a la mano para hacerla desaparecer (bajo tierra, como mencionamos) con todo el ritual (incluyendo la violación y sodomización de la desfalleciente Yahaira) de que dispone su mafia de guardias.
Tras observar al grupo que entierra a Yahaira, y confundir a los sepultadores con un grupo de taínos que lleva a cabo un ritual, Chiquitín, que, “se le turbaba a tal grado su concepción del tiempo” (182), y ver que al buscar el medallón en el cadáver, la realidad no correspondía a su imaginario, pensó “que no conozca ni papa de lo que este ritual significa o cuál embeleco funerario pueda ser” (186). Decide pues, irse tras los taínos poseedores del medallón de oro, e invocando a Barbosa (189) y a Washington, se topa con lo que en realidad eran criminales, a quienes encuentra en un Kentucky Fried Chicken, “ebrios de alcohol”, y ahí aprovecha para rescatar el Guanín hurtado. Al  ser confrontado por uno de los criminales, tras la exhumación de un cadáver, Chiquitín inadvertidamente los confunde, por lo que les habla en taíno: “M’abuica. Huiem Gay Yocahú, Niem Guay Yocahú… (204). Los criminales quedan perplejos pero aceptan lo que creen ser un chiste, y percatarse de que se trata de un loco. Al entender que Chiquitín sabe de los asesinatos, vemos cómo nuestro autor recurre a un procedimiento parecido al que encontramos en Don Quijote, cuando los personajes le siguen la corriente al Caballero Andante (la imitación del disparate del otro). Se ríen de lo que les parece un chiste e invitan a Chiquitín a seguirlos para conseguir el Guanín de Oro. En el camino se disponen arrollarlo pero fracasan en sus intentos y Chiquitín se ve obligado a esconderse en unos arbustos, en espera de lo que suceda. Esta vez considera sus rivales unos taínos perversos y malvados, complicándose así, por una parte, sus alucinaciones y, por otra, la lectura de la obra. Los criminales logran sobrevivir su propia perversidad y juran vengarse de Chiquitín, y éste, luego de verlos y escucharlos en parte, regresa a su hogar. El autor nos prepara para la segunda salida de su quijotesco héroe en el Capítulo XI. La burla se torna sumamente espejística en cuanto a la semiótica de un texto cuya emisión desarticula su mensaje, código y recepción. Todo este proceder narrativo lo debemos ver como producto del ágil manejo del discurso novelesco latinoamericano del siglo XX. En ese sentido no estamos sólo ante una novela del importancia en el discurso narrativo puertorriqueño sino del hispanoamericano en general. Nos encontramos ante un seguidor de Edgardo Rodríguez Juliá y Luis Rafael Sánchez, cuyo prestigio como narradores de primera es incuestionable en lo que al resto de Latinoamérica se refiere.
Ya para la lectura de este capítulo el autor ha creado todas las condiciones narrativas (del relato) propias para que el discurso total de la obra haya cobrado su propia inteligibilidad en la lectura y el lector se sienta parte de un mundo intrigante y pleno de misterios en contenido y en lo formal. Un logro de la novela ha sido el que Chiquitín ante los ojos del lector tenga mucha razón en su manera de enfrentase al mundo que lo acosa. Mientras sus familiares no parecen entenderlo así, advertimos cómo ellos pueden padecer de los mismos males de la locura de Chiquitín. Es como si el autor nos dijera (como en el Quijote) que negarse a permitir que el otro despliegue sus deseos e imaginación puede culminar en la negación o borradura de uno mismo. El Pastor y los familiares de Chiquitín se las arreglan para que éste no siga con sus locuras y “Compraron arcos y flechas en Walmart y confeccionaron unas antorchas con palos de escoba, alambre, medias viejas y querosén” (222). Detrás de todo lo narrado sabemos que unos criminales persiguen a Chiquitín, cuando todos se creen que se trata de situaciones de leyenda (un asalto taíno) o de mentiras e invenciones de Chiquitín. Ya el lector avisado puede ver el guiño irónico del autor en todo lo que sucede: "quedose en blanco un momento y mirando hacia el techo como si sobre él leyera el polimpsesto de un discurso inspirador, comenzó el dictado” (224). Se trata de Chiquitín narrando sus nimiedades (con sentido irónicamente profundo más allá de lo que él mismo concibe), como la novela misma que está leyendo (un polimpsesto). Ya se trata de una narración dentro de una narración, parodiadas (todas originadas en la mentira, la locura y la ficción montada en la ficción). Advertimos que se nos refiere a una carta en blanco, a un lenguaje inventado por los que quieren engañar a Chiquitín (lenguaje supuestamente indígena que nadie entiende) y a unas antorchas que iluminan lo casi absurdamente maravilloso (como ocurre en el Quijote). Ese lenguaje de pura invención que nadie puede entender es el que en el fondo se encuentra en el sentido de la lógica de la prenda (en el sentido metafórico) que busca Chiquitín (y los anexionistas de este tipo que tanto encontramos en el ámbito puertorriqueño).
En el capítulo siguiente (XII) vemos que todo (el ataque indígena fingido y escenificado) se convierte en una cadena de malas interpretaciones de otras malas interpretaciones (como el origen de la locura de Chiquitín, y de la novela toda). Como las flechas han sido compradas en Walmart, Chiquitín: “Se alegró con la idea de que los taínos modernos hubieran sucumbido a las bonanzas del capital americano” (234). Para el narrador y el autor, tras las ocurrencias de Chiquitín y toda la escatología que lo envuelve: “Era un hermoso día de abril en Ponce, con una brisa sostenida del Este a través de un cielo añil, sin la menor traza de cirros y cúmulos nimbos o cualquier otro fenómeno condensatorio, con una luz vibrante, tan brillante, tan diáfana, tan translúcida, que apretaba la materia y hacía brotar el contorno de las cosas” (236). Estamos ante curiosos enunciados del narrador, quien parece tener el campo del lenguaje, la naturaleza y la narración listas para continuar con cierta lucidez las aventuras de su héroe (una vez más, como el entusiasmo del narrador y el hablante (Cide Hamete) de Cervantes en el Quijote) en la segunda salida del personaje.
Como si se tratara de una versión ridículamente paródica de las reflexiones de Antonio S. Pedreira sobre la identidad del ser puertorriqueño en su desarrollo histórico-social, Cihiquitín une las significaciones de este pensador con las de Martí, Rodríguez de Tío y Ché Guevara: “La verdad es que Cuba y Puerto Rico son de una pájaro las dos Alas,…”.  Esta vez Quiquitín considera que tanto uno como el otro fueron terroristas desconocedores del camino de “libertad, justicia y democracia americana” (238), por lo que escupe las dos estatuas americanistas que se ha encontrado por el camino. Más adelante en sus andanzas nuestro héroe se habrá de topar con un simpático personaje llamado Margaro Velásquez, quien dice haber encontrado un hacha de piedra indígena que resulta ser, como vemos más adelante “un burdo peñón sin valor ninguno” (247). Al reconocerlo así el protagonista nos ofrece unos de los párrafos claves que demarcan la complejidad de su “locura”: “Observaba aquella súbita evolución en la actitud de Margaro, que no se limitó a su rostro sino que le abarcó el cuerpo entero, y temiéndole como se puede temer a la rabia de un vesánico, Chiquitín pensó un instante en mentir, reclamar sencillamente que estaba vacilando y, tras reírse con cierto grado de evidente insanía, fingir estar admirando con aquella burda piedra. Optó, en cambio, por la razón, por la verdad, la honestidad que le dictaba su intelecto, en vez de por la conmiseración hacia un desconocido, a quien mal le vendría en el futuro inducirlo a semejante falsedad” (250). Más adelante, al supuestamente Margaro mostrarle a Chiquitín la verdadera piedra del hacha, se dispone a negociar, pese a que su nuevo amigo de aventuras (como un Sancho Panza boricua) lo compara con Castro en lo “mucho que habla”. Chiquitín le deja saber bien claramente: “Nací aquí en Ponce y me crie aquí en Ponce. Yo lo que he hecho es asimilarme en todos los aspectos de  mi vida. He logrado integrar cabalmente mis pensamientos, mis gustos, mis deseos  y mis intereses, a los pensamientos, gustos, deseos e intereses del ciudadano común y corriente. He logrado desintoxicarme de prácticamente todos los aspectos de mi anterior puertorriqueñidad. Soy realmente lo que dice mi pasaporte: todo un señor ciudadano de los Estados Unidos, la gran Corporación, que eso es lo que es, Dios los bendiga” (255).  Como en Don Quijote, con el ofrecimiento de la Insula Barataria, Chiquitín se las arregla para seducir a Margaro y prometerle la obtención de riquezas y lujos si logran encontrar el medallón de oro, y la pintura de Da Vinci “ya que captaba la entrada triunfal de Cristóbal Colón y Agüeybaná en la ciudad de Sevilla” (256). Margaro convence a su mujer (una Sancha Panza) de que habrá de convertirse en millonario y regresar con pieles de nutria y carteras de pelos de cebra. Ella, por su parte, prefiere aires acondicionados, pero el ánimo de aventura lleva a Margaro a obtener una “doblecleta” “para cuatro piernas tirar de la carretilla, que debía ser realidad compartida” (263).
Casi a finales del capítulo XIII nos enteramos de cómo un Pastor, un bolitero y la sobrina de Chiquitín se esfuerzan en dejarle saber a éste de su locura y de sus “argumentos en apariencia lógicos y correctos” (268). Y tal y como en la segunda salida de Quijote, se nos dice; “Eran las cuatro de la madrugada cuando Chiquitín salió de su casa con gran sigilo y misterio,…” (269). A finales del capítulo encontramos a Margaro en las mismas circunstancias cuando la voz narrativa nos refiere a los argumentos de Yaritza: “¡Ni se te ocurra!, se escuchó decir a Margaro mientras se alejaba. ¡Ni se te ocurra” (270).
En una tricicleta se va Margaro con Chiquitín, dejándonos saber el narrador las conversaciones más irrelevantes que pueden tener este Quijote y su Sancho. Nos relata de cómo van de “aventuras” y de “picnic” (como insiste Chiquitín), vestidos de la manera más ridícula e híbrida posible: “tenis de colores vistosos, medias de tobillo, pantalones ni largos ni cortos, camisa extragrande con números atléticos de equipos de baloncesto norteamericano, gafas de sol deportivas con lentes de espejo, gorra de pelota blanca con emblemas de los Yankees…”, 272). Chiquitín insiste en que se oculte su identidad, su verdadero nombre, pierden el control de la tricicleta y tienen problemas con la comunicación (de la cual el autor implícito espera interpretaciones de la estructura profunda en la narrativa): “El problema radica en que si una de las partes escucha pero no habla y la otra habla pero no escucha” (275). Detrás del debate sobre si van en busca de aventura o de picnic, si se es hiperglicémico o hipoglucémico, si se habla por teléfonos celulares o walkie-talkies, hachas o piedras, se encuentran las expectativas del autor de no estar narrando de la misma manera que comunican sus personajes y algunos de sus lectores. Chiquitín cree estar en ayunas mientras que Margaro es un comelón, razón por la que se separan para que el último busque su suculenta comida puertorriqueña. Le dice Chiquitín a su compañero: “Yo ya ni pienso como puertorriqueño, ni sueño como puertorriqueño, ni me río en puertorriqueño (…) y mis intereses no son los de este chispo de isla sino los de la sin par nación americana, la gran nación americana, la Gran Corporación, que son los únicos intereses que valen la pena” (284). A Margaro no le  interesa “la demencia galopante de su jefe” (285), y luego de ciertas excavaciones —y de Chiquitín encontrar objetos que cree de valor, y decir habemus yacimientus,— Margaro se retira en busca de alimento de su gusto y Chiquitín (como Don Quijote) se sumerge en una cueva (como don Quijote en la Cueva de Montesinos). Una vez más el lector capaz de interpretar desde la estructura profunda mantiene la consciencia que más allá de una novela tan mimética y de quehaceres de cotidianeidad nada novelescos se encuentra la lectura de la búsqueda que mantiene el narrador en el lenguaje mimético que lo lleve más allá del interés de las triviales narrativas (comics, radio, tv, cine y novelas light). Se presenta en la obra, ya a Chiquitín solo, sintiendo un olor perfumado de pomarrosas que trascienden el olor de las chuletas de Margaro: “En el descenso por el mismo trillo que subieran, llegó a lo más profundo de su olfato el aroma de aquella ilícita yerba, de cuya fragancia y combustión era él un gran adepto” (293). El encuentro de la belleza y la fealdad depende de la perspectiva del lector.
Pero la obra (en el capítulo XV) sigue adentrándose en la consciencia asimilista de Chiquitín, quien, como si entrara en una cueva (como Quijote en la Cueva de Montesinos), encontrará las más absurdas, cómicas y a la vez bien delineadas (dentro de su manera lógica en el argumento ficticio) maneras de hilvanar el aspecto ideológico del anexionismo de Puerto Rico a los Estados Unidos). Finalmente se quedan dormidos mientras en el fondo se escuchan los ruidos (ya sean de balas de criminales muy de nuestra época o de flechas de antiguos aborígenes) que se aclararán en el siguiente capítulo. Balas y flechas; los flujos (metonimias) temporales encuentran su mayor incongruencia e inestabilidad.
El capítulo XVI comienza ofreciéndonos una especie de metáfora en que se hace referencia a los estados de cambios de la luna, lo errática que puede ser, como ya el lector sabe que son las cambiantes (de lo mismo) ideas de Chiquitín. El autor aprovecha para exponernos un narrador que se sumerge en la consciencia de Margaro y expresarnos que la vida de éste puede ser tan errática —“¿Erra qué?, preguntó Margaro con cara de haber probado algo extremadamente amargo” (325)— como la de Chiquitín. Detrás de todo puede haber una consideración alegórica… más bien filosófica sobre la vida, la identidad de ser, en el tiempo, en el movimiento, el simple aparecer y desaparecer; se va a lo primigenio de la existencia para reflexionar sobre la relación de lo humano con lo cosmogónico. Es como el proceso mismo de un sujeto infantil que comienza narrando desde lo más simple hasta alcanzar lo más complejo como adulto; de una nación que comienza narrando épicas y poemas simples y culmina con narraciones complejas de su País y su gente; como la novela, que ha madurado desde el siglo XVII y en el siglo XXI se ha convertido en un género complejo como en la obras de Roberto Bolaño (en Chile) y las de Edgardo Rodríguez Juliá, Rafa Acevedo, Pedro Cabiya, Mayra Santos, en Puerto Rico. Estamos frente a una novela que como el Quijote posee varios niveles mimético-diegéticos o de interpretaciones posibles. De ahí que la novela trate de encontrarle el sentido a la manera en que su protagonista, Chiquitín, interpreta su vida y su entorno social. Por encima de todo esto está la seriedad o la parodia con que un autor puede narrar lo que ve y entiende el “otro” de sí mismo y de los demás.
Este aspecto contrasta bestialmente con lo que se narra a principios del capítulo en cuanto a un chico que tras los efectos alucinantes de las drogas viola a una gallina.  Se trata del escenario de narcos y sicarios que se expresa en la acción más allá de lo que se nos ha estado narrando respecto de Margaro y Chiquitín. (A menos que se piense que el argumento de la novela es una especie de violación bestial del representar y el desgarrado valor del pensamiento mismo). El violadores y los demás no son vistos por los dos protagonistas, quienes se dirigen a desayunar a un Burger King. Más adelante se encuentran con grupos de protesta pro-estadidad, quienes se quejan de que no se sirvan comidas de tipo norteamericano en los comedores escolares. Chiquitín se jacta de su saber de la identidad más auténtica del anexionismo, como la puntualidad. El narrador presenta, por su parte, un líder carnavalesco del grupo de protesta (Combatividad Anexionista) y lo parodia al máximo en articulación distorsionada de la lengua española (como puede ser el cómico uso de algunas consonantes: “…calle Isber y baja recto, recto, por ra calle Reina hasta ra esquina de ra calle Torres (341). Notamos, pese a que Chiquitín se presenta como el peor enemigo de los nacionalistas albizuistas, que su conciencia ha adquirido conceptos de este grupo y su líder nacional: “Su momento de valor y sacrificio llegaría”, nos dice el narrador en su bien manipulado estilo indirecto libre. Finalmente el paródico líder de los anexionista los divide en grupos y a Chiquitín le toca el suyo: “grueso grupo, el de los sedentarios” (344).
El capítulo  XVII comienza narrando las insípidas y acostumbradas experiencias de Margaro. Finalmente se dirige a uno de los únicos colmados abiertos y pide una cerveza cuando se entera de que es un día de “marchas y contramarchas”, en las cuales, como sabe el lector, se encuentra Chiquitín. Margaro echa a andar y sin percatarse, en vez de encontrarse con el bando de su jefe, se ve rodeado del equipo contario, de los que “Venimos a aguarle la fiesta a lo maricones proamericanos de mierda” (350). El narrador nos dice: “Los muchachos, en efecto, formaban parte de una organización de corte independentista, opuesta a ultranza a la situación colonial del país, cuya táctica de protesta consistía en la humillación sistemática de sus defensores, sobre todo a los anexionistas, cuyo alegato de que la unión de Puerto Rico a los Estados Unidos era el fin de la colonia, estimaban en calidad de más alta superchería” (351).
El autor aprovecha a sus dos personajes, colaborando con equipos ideológicos contrarios para impartir marcha a la novela y su parodia de cómo en lo uno se encierra lo otro, cómo de lo diferente se puede extraer lo mismo. Los anexionistas se disponen a marchar, con Chiquitín al frente, y los independentistas, igual, ante quienes poseen sus planes con Margaros, para lanzarles “bombas” de mierda a los estadistas.  Se nos muestra a las turbas furiosas de los anexionistas en su marcha con un alto grado carnavalesco por lo que respecta al narrador, sin ofrecerle más alternativas al lector que sentir deseos de reír ante las acciones de todos los personajes en la obra. El narrador por su parte mantiene distanciamiento irónico y no se compromete con ningunas de las partas; tal vez se afilia a la idea de que detrás de lo que uno propone se encuentra a ocultas lo mismo que el inicial oponente rechaza. Evidente es la parodia espejística mediante la cual el autor propone cómo el sujeto de la cultura puertorriqueña ha ingresado en una interpretación dicotómica de su propia experiencia sin percatarse de que a la larga lo que defiende es una versión de dos contrarios inseparables. Tal vez esto concuerda con la filosofía postmoderna de que el signo guarda siempre relación con su oponente, no se puede conocer algo si no es por su diferencia. La novela en ese sentido exige una lectura postmoderna, pero el autor deja que el lector se acomode según su capacidad y nivel de entendimiento. Realiza con su lector lo mismo que con sus personajes Chiquitín y Margaro. En la novela Don Quijote de Cervantes encontramos la misma estrategia narrativa cuando el autor mantiene distanciamiento irónico de sus personajes y sus problemáticas, y termina ensanchando a Don Quijote y quijotizando a Sancho.
En el capítulo XVIII el autor (implícito) lleva al extremo carnavalesco (disglósico) y al absurdo las consignas de los contendientes. Nada parece serio, no tan digno de una gran novela sino de un postdiscurso neo-novelesco, al que no se tiene remedio en las comunicaciones e interacciones de una subcolonia como puede ser Puerto Rico, y de la cual el autor extrae las significaciones más visibles pero inimaginables para llegar a una parodia de lo más superficial: “Tostones, chuletas, comedores se respetan! ¡Tostones, chuletas, comedores e respetan!” (370); “¡Jamberguers, hordogs, nos saben más mejor¡ ¡Jamburguers, jordogs, nos saben más mejor” (370). El narrador juega con lo sensorial de lo acontecido al extremo que todo se torna vintage o primitivo: “Las tumbacocos acapararon el ambiente sonoro. Los coros de los manifestantes quedaron tan por debajo en los decibeles, que los cantores parecían parte de otra realidad, como una película muda” (271-272). La voluminosa sonoridad no permite la letra (como en La guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez). 
Los dos grupos se enfrentan de la manera más cómica que el autor puede imaginar y que el lector se sabe parte, en cierta medida, de las pugnas entre los partidos contrarios que se escuchan y ven en los noticiarios puertorriqueños de hoy día. Todo es llevado al extremo de la parodia de que puede ser capaz un novelista contemporáneo que juega con la percepción que poseemos de la realidad y la manera de verla representada en la televisión y las voces radiales. Esta vez le ha tocado el turno a la novela para presentarnos las situaciones de la realidad cotidiana puertorriqueña de la manera más paródica y carnavalesca que la novela puede alcanzar (no sin dejar de poseer un todo reflexivo y profundo en la hondura hermenéutica del discurso. Como aquí tratamos de sugerir). En este sentido, esta obra de López Bauzá es continuadora de La guaracha del macho Camacho de Luis Rafael Sánchez.
La situación llega al colmo de la comicidad cuando los nacionalistas lanzan cocos llenos de excrementos a sus contendientes. Antes de esto el autor ha aprovechado una parte de la narración en que Chiquitín pierde sus espejuelos (perdiendo simbólicamente el control de su realidad) y se ve acorralado por unos anexionistas que identifican como el depravado de acontecimientos anteriores (los que los recuerdan de la novela misma). Margaro, que conserva cierta aversión por su amigo Chiquitín, aprovecha para apuntarle una de las asquerosas “bombas” de mierda. “la gente recibió sobre sus cabeza una lluvia de mierda fermentada con coco podrido que los bañó de arriba a bajo, embarrando pelos y brazos y ensopando ropa con una pestilencia y un sabor tan atroces que aquella concurrencia, confundida, enmudeció un instante antes de lanzar al aire un genuino grito de histeria colectiva…(382). Algo que señala el narrador en el capítulo XIX parece dirigido a definir el estado de la cultura (después de la trifulca de anexionistas e independentistas: “gente a tutiplén lesionada por las esquirlas de coco, gente a medio vestir, gente sin dirección ni palabra, gente a llanto desconsolado empapados en aquel mierdaje” (384). La novela en ese sentido lleva a sus más amplios niveles paródicos lo que podría ser la escatología carnavalesca de un País que no se ha visto como tal a sí mismo y ahora nuestro autor lo presenta de manera cruelmente espejística (el mierdero de País que hemos construido).
En el siguiente capítulo (XX) vemos cómo Chiquitín queda perplejo ante lo ocurrido, cuenta todas las peripecias a Margaro y pide que le ayude a buscar un lente que se le ha pedido. La lectura alegórica es clara: se implica la corta visión del anti-héroe y la necesidad de un lazarillo. El modo del discurso adquiere aquí matices más obvios y claros con la intertextualidad de los escritores del Siglo de Oro, quienes por su identidad conversa crearon una peculiar lectura, empleando un lenguaje misterioso y de doble perfil. Un ciego ayuda a otro ciego: tal es uno de los códigos de la lectura y de la cultura paródicamente textualizada. Vemos cómo los bomberos, al llegar, les lanzan agua que empapa a todos en señal de la necesaria limpieza cultural y personal. Todo lo grotesco de lo acontecido, la palabrería soez, el tremendismo en la acción, llevan al narrador a decir: “parecía como si las leyes de la gramática y sintaxis del lenguaje se hubieran inventado para él acomodar el mayor número de obscenidades de cada oración sin que perdiera su sentido” (391-392).
En ese mismo capítulo XX vemos cómo una vez más los dos protagonistas toman diferentes caminos. Chiquitín va a dar con los líderes anexionistas, a quienes ha visto antes en actividades, para él, muy de criminales. Lo reciben con sorpresa y fastidio (algunos lo ven como un bufón, otros como un agente y espía de los federales); lo envían a asearse, y se dispone a realizar una de sus celebraciones con mujeres no muy del agrado de Chiquitín. La sátira empleada por el narrador se apodera del texto y el autor ya tiene cautivo al máximo un lector cómplice que si no ríe al menos lee con guiño de ironía en la manera en que se le expone una narración con varios niveles de lectura. Luego de haberse aseado Chiquitín, se encuentra con las escenas de festejo sexual. El narrador aprovecha para presentar lo acontecido a través del punto de vista confundido de Chiquitín, lo que le proporciona a la narrativa de una gran comicidad y sentido de candidez. Todo es presentado “rayado por el grueso de su demencia” (397).
Chiquitín es llevado a una sala de un líder del anexionismo llamado Jiménez Schalkheist, quien le propone al protagonista convertirse en un agente especial del anexionismo. Se trata de convertirlo en una especie de Kamasaki en una misión suicida en que habrá de convertirse en un héroe mártir protegiendo y adelantando los intereses del anexionismo. En la sala se encuentran otros personaje que mueren de risa ante la burla, la impostura y la pantomima en que se torna todo lo ocurrido. El arqueólogo que buscaba el Guanín de Oro se convierte en protagonista de una arqueología narrativa del autor de la obra, quien manipula varios niveles donde unos personajes se ubican en un nivel que no saben ocupar. Chiquitín sale de la oficina convencido que es un agente especial de los intereses que conllevarían el alcance de la estadidad para Puerto Rico. La ironía del autor es clara cuando su última frase de la novela es “”Chiquitín salió a la calle oscura”. En este sentido el autor de nuestra novela juega con los modos narrativos de Don Quijote de la Mancha, obra en la cual Sancho y don Quijote no saben que son engañados por otros personajes que sólo quieren divertirse con ellos, y estos personajes son a su vez parodiados (vigilados) desde los niveles diegéticos del narrador y Cide Hamete Benengeli, quienes se divierten con el engaño de que son objeto los demás. En Barataria, por su parte, el autor también crea una intertextualidad al divertirse con el engaño a que ha sido sometido Chiquitín en creer en un ideal tan absurdo como la estadidad para Puerto Rico, y en ver cómo los demás personajes rigen sus vidas alrededor de esta locura de Chiquitín. No puede haber mejor alegoría política que la situación del Puerto Rico actual. Sabemos que existe un segundo volumen de esta novela de López Bauzá (como en Quijote) donde se continúan las divertidas aventuras de Chiquitín (tan pequeño, pero capaz de crear una novela tan amplia). Los invito, con esta reseña en mente, a leer el segundo libro. ¡Buena suerte!





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